miércoles, junio 15, 2005

EL AMOR DEL CALAMAR

Aquel 14 de Febrero fue sábado. En la tranquila y nada profunda bahía de California asistí a un maravilloso espectáculo protagonizado por calamares.
Yo, que los sentía tan poco románticos, que poco tardaría en cambiar de opinión.

Un grupo de españoles residentes en EE.UU. nos habíamos reunido a celebrar San Valentín con una paella en la casa de nuestro amigo y biólogo Valentín Puente. Este poseía una bonita casa en la playa. De madera, rodeada de árboles, con una escalinata que descendía desde la terraza yendo a morir en la arena de la playa. La terraza en sí era todo un espectáculo de bellos rincones. Largas vigas de madera corrían sobre nuestras cabezas cubiertas por
un inmenso paño de camuflaje comprado en los almacenes del ejercito por cuatro centavos escasos. Valentin con muy buen tino había acertado a abrir agujeros en la tela que proyectaban sombras y luces sobre los objetos y la gente. Aquí y allá se colaban rayos de sol oblicuos al suelo por las aberturas deshilachadas del paño. En la parte más cercana al pretil del balcón había colocado cuatro grandes troncos de pino en línea recta cubiertos por una puerta antigua a la que había descarnado los relieves a fuerza de cepillo. Desiguales sillas rodeaban el contorno de la extraña mesa. La vista de la bahía desde la terraza era un prodigio de luz y azules e invitaba a soñar perdida la mirada en tan basto horizonte. Los rincones pegados a los muros de la casa alegraban y perfuman la estancia con enormes ramos de flores y ramas. Por todas partes encontrabas ceniceros de todas las formas posibles e incluso probables. En magnifica conjunción se mezclaban los estilos sin perjudicarse unos a otros, más bien completando la pincelada del cuadro.
El biólogo tenía fama de buen cocinero y lograba fabricarnos la ilusión con sus guisos que estábamos más cerca de casa. Valentín contaba con todas las cualidades que una mujer desea de un hombre, excepto la cualidad de querer perder su independencia ó más bien su libertad de acción, como solía decirnos. Su profesión, a la que amaba más allá de cualquier lazo, le hacia ir de la ceca a la meca con sus estudios raros sobre cefalópodos y otras especies afines. Nunca llegamos a entender en toda su complejidad la pasión de Valentín por tan escurridizos seres. De vez en cuando, como entonces, alguna recién llegada se sentía subyugada por el halo misterioso/amoroso que le envolvía y conseguía vivir con él unos meses. Nunca le conocí una relación que durara allá más de dos estaciones.
Quizás, algo en el interior de Valentín atraía al principio y repelía con el mismo ímpetu al final. Estaba enamorado de su propia vida y nada ni nadie le convencían de cambiar.

Aquel 14, tras la estupenda paella con aceite español, cada uno de nosotros se busco un sitio en la casa para reposar tanto arroz. La casa moría en la playa y allí me fui a recostar junto a un gran grupo entre los que se encontraban Valentín y su nuevo Amor.
Valentín estaba tierno por las copas ingeridas y con voz meliflua comenzaba a narrar una de sus raras historias verídicas.

¿Sabéis que a escasas millas de aquí se produce todos los años un milagro de amor y muerte? Nos decía ya puesto en pie y copa en mano.

Todos negamos con la cabeza, invitándolo a continuar con nuestras voces de cuenta, cuenta. Nos contó sobre tiburones, calamares, sexo marino, pero yo, harta de paella y vino, caí en un profundo sueño. Me despertaron las voces y, mis brazos paralizados por la humedad de la arena. Todos se preparaban para marcharse a algún lugar que no me quedaba del todo claro. No tenía nada que hacer y me uní a mis locos amigos en la orilla de la playa. Caminamos unos dos kilómetros al Oeste entre risas, bromas y enredos, mientras el sol se iba ocultando. Cielo y mar se me confundían en el horizonte, solo el rizo de las olas, coronado por la luz que rielaba, rompía la quietud. ¡ Allá, Allá ¡ gritaba Valentín en cabeza, señalando con un dedo el horizonte cercano de la playa.
Al fondo se divisaba un hermosísimo velero que al acercarnos perdía parte de su esplendor por el estado herrumbroso en que se encontraba.

En cubierta, amen de dos marineros, se encontraba Pepin González, un malagueño venido a menos que se escondía de sus acreedores españoles en las playas californianas, amparado por su matrimonio con una acaudalada americana. La americana cansada de Pepin y sus desmanes le compró el velero y le dejo en la playa a su suerte.

Pepin González, si algo bueno tenia, era un temperamento audaz que le hacia ganarse la vida a poco que se molestase en usarlo. El último año se estaba dedicando a pescar, pasear turistas y vivir del cuento del suegro rico que esta a punto de llegar, pero no acaba de hacerlo. Entusiasmado con la idea de ganar algunos dólares se apresuro gustoso a bajar una escala para que pudiésemos subir al barco. Una vez colocados a gusto del Patrón soltó amarras y nos encaminamos directamente al sol del atardecer.

En la proa del barco, una especie de escotilla de grueso cristal mostraba el fondo del océano. Me preguntaba para que serviría, cuando Valentín nos dijo entre susurros que nos tumbásemos boca abajo y mirásemos a través del cristal. Apoye la barbilla sobre el vidrio y comencé a observar. Al principio no veía nada, solo la imagen del silencio. Repentinamente, Pepin iluminó la escena con potentes focos subacuaticos, una gran nube blanca de blancura resbaladiza, gelatinosa, aparentemente huidiza y bella en su volumen envolvió el fondo del mar.

La gran fiesta del calamar había comenzado. El apareamiento entre calamares es de tal desenfreno que mientras culminan su necesidad de procrear no prestan atención a lo que sucede a su alrededor. Este natural despiste es aprovechado por los insaciables tiburones que poblan la zona, aprestandose a flotar con la boca abierta tragando sin cesar a los orgásmicos calamares.

Los depredadores llegan a un punto de glotonería tal, que se ven impulsados a vomitar en el fondo para descargarse y poder volver al festín. Por una vez en el año, los escualos se vuelven perezosos para la caza y pierden su habitual compostura. Sin temor alguno, las victimas vienen a sus bocas y hasta parecen gozar con ser devoradas.
Los calamares que sobreviven al dantesco espectáculo parten veloces a culminar su ciclo, el resto queda tirado flotando en el agua esperando a ser tragado ó engullido por el mar. El tiempo pasa rápido y la bacanal llega a su fin, los tiburones cada vez más nerviosos por la sangre que inunda el agua bullen y rebullen alrededor del velero. En las alumbradas aguas es fácil distinguir el fondo cubierto de huevos y cadáveres de calamar. Compruebo una vez más como la vida, el amor y la muerte se entrecruzan en la naturaleza.

Cada año se repetirá todo exactamente igual allá abajo y aquí arriba. Aquí arriba, otros cuerpos y otros rostros contemplarán la escena preguntándose como nosotros sobre la vida y la muerte. Allá abajo el ciclo de la naturaleza seguirá su curso de procreación y muerte.


La velada llegaba a su fin. Valentín propuso volver y comer algo. ¡Que no sean calamares ¡ gritamos todos a la vez.

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